Era un edificio bonito, reflejaba en su fachada el paso del tiempo, aunque parecía que este
se detenía en su puerta, llevando a quien entraba a un espacio sin tiempo, a un tiempo sin prisas, a unas prisas sin orden, a un orden de locura. Tras una entrada enorme, al menos en mi recuerdo, se abrían dos pabellones, el sexo y la locura determinaban donde entraba cada uno. Mujeres a un lado, hombres a otro. Así entre locos, monjas y doctores transcurrió mi verano, tiempo pleno donde los descubrimientos fueron la norma, lo espectacular rutina. Al acabar aquel verano decidí que en aquella locura estaba mi vida.